El PERIÓDO INTERtesTAMENTARIO Y EL NUEVO TESTAMENTO

El PERIÓDO INTERtesTAMENTARIO Y EL NUEVO TESTAMENTO

El PERIÓDO INTERtesTAMENTARIO Y EL NUEVO TESTAMENTO

El período intertestamentario. Entre el último de los libros del Antiguo Testamento y los escritos más antiguos del Nuevo, transcurre un período llamado «intertestamentario».

Para comprender mejor esta etapa es necesario recordar que en ella Israel vivió más que nunca de una promesa. La promesa hecha a Abraham, renovada a Moisés bajo la forma de alianza, luego a David, y recordada constantemente por los profetas, era el aliciente que mantenía viva la esperanza del pueblo.

Esta esperanza persistió bajo distintas formas a través de las vicisitudes de su historia, renaciendo cada vez renovada y tendida siempre hacia el futuro. A partir de las pruebas del exilio y de la desaparición de la realeza, ella estuvo centrada, sobre todo, en la figura del Mesías, el nuevo David.

Los que esperaban al Mesías tendían a representar su reinado bajo aspectos puramente terrestres, como la conquista y la dominación de los pueblos paganos que tantas veces habían oprimido a Israel.

En este sentido se reinterpretaban los antiguos anuncios proféticos, como este de Amós:

       ‘El día viene en que levantaré la caída choza

de David.Taparé sus brechas, levantaré sus ruinas

y la reconstruiré tal como fue en los tiempos

pasados, para que lo que quede de Edom y de

toda nación que me ha pertenecido vuelva a ser

posesión de Israel’. El Señor ha dado su

palabra, y la cumplirá

(Am 9.11-12).

Esta perspectiva era la más corriente, aunque no exclusiva, en tiempos de Jesús.    

Al lado de ella encontramos la llamada «corriente apocalíptica». El adjetivo                                    

«apocalíptico» viene de apokálypsis, palabra griega que significa «revelación». Todo apocalipsis, en efecto, es una revelación sobre el sentido profundo de la historia humana, ya que en la historia se realiza un misterioso designio de Dios, que solo puede darlo a conocer la revelación divina. Según este plan, al fin de los tiempos Dios va a triunfar sobre el mal y a enjugar las lágrimas de sus fieles (cf. Ap 21.4). Pero mientras llega el fin, el mal despliega todo su poder y persigue al pueblo de Dios, hasta el punto de infligir una muerte violenta a muchos creyentes. En este contexto, el apocalipsis quiere dar una palabra de consuelo, de aliento y de esperanza al pueblo de Dios perseguido.

La lectura de estos escritos es apasionante pero difícil. En parte, por las constantes alusiones históricas que se encuentran en ellos, y que requieren un buen conocimiento de las circunstancias en que fueron redactados esos escritos. Y más todavía, por el empleo del «género apocalíptico», es decir, de una forma literaria que se caracteriza, sobre todo, por el constante recurso al lenguaje simbólico.

El Nuevo Testamento

Después de haber hablado a nuestros padres por medio de los profetas, Dios envió a su Hijo Jesucristo -su Palabra eterna, que ilumina a todos los seres humanos para que todo aquel que cree en él no muera, sino que tenga vida eterna (Jn 3.16).

Una vez bautizado por Juan (Mc 1.9-11), Jesús volvió a Galilea y comenzó a anunciar la Buena Noticia de Dios (Mc 1.14-15). Reunió a su alrededor un grupo de discípulos, para que lo acompañaran y para mandarlos a anunciar el mensaje (Mc 3.14). Los evangelios, sin embargo, nos muestran que los discípulos estuvieron muy lejos de entender, desde el comienzo, quién era en realidad aquel con quien convivían tan íntimamente (Mc 8.14-21). Pero Jesús les anunció que el Paráclito—el «Espíritu de la verdad»—les haría conocer toda la verdad (Jn 14.26; 15.26; 16.13). Este anuncio se cumplió el día de Pentecostés, cuando la comunidad reunida en oración recibió la luz y la fuerza del Espíritu Santo (Hch 2.1-4).

33Descubre, version imprenta Domingo, 19 de Junio de 2005 06:04:08 p.m.

Estos primeros discípulos, que fueron desde el comienzo «testigos presenciales» de lo que Jesús hizo y enseñó, recibieron de él «el encargo de anunciar el mensaje» (Lc 1.2), y con el poder del Espíritu Santo (Hch 1.8) dieron testimonio de lo que habían visto y experimentado: Porque lo hemos visto y lo hemos tocado con nuestras manos (1 Jn 1.1).

Los que creyeron en la Buena Noticia, a su vez, formaron comunidades cuyos miembros seguían firmes en lo que los apóstoles les enseñaban, y compartían lo que tenían, y oraban y se reunían para partir el pan (Hch 2.42). Y en la vida de estas comunidades fueron surgiendo los escritos del Nuevo Testamento.

Aquí es importante tener en cuenta que el orden de los libros en el canon del Nuevo Testamento no corresponde al orden cronológico en que fueron redactados los libros. Entre los escritos más antiguos están las cartas paulinas. El apóstol, en efecto, anunciaba el evangelio de viva voz (cf. Hch 13.16; 14.1; 17.22). Pero a veces, estando lejos de alguna de las iglesias fundadas por él, se vio en la necesidad de comunicarse con ella, para instruirla más en la fe, para animarla a perseverar en el buen camino, o para corregir alguna desviación (cf., por ejemplo, Gl 1.6-9). Así nacieron sus cartas, escritas para hacer frente a los problemas de índole diversa que surgían, sobre todo, de la rapidez y amplitud con que se difundía la fe cristiana.

Aunque los materiales utilizados por los evangelistas han sido transmitidos por los que desde el comienzo fueron testigos presenciales (Lc 1.1), la redacción de los Evangelios, tal como han llegado hasta nosotros, es posterior a las cartas paulinas.

Cada uno de estos cuatro evangelios quiere responder a la pregunta que se hace todo el que se encuentra con Cristo. Esta pregunta ya se la había hecho Pablo en el camino de Damasco, cuando dijo: (Quién eres, Señor? (Hch 9.5); y también se la hicieron los apóstoles, dominados por el miedo, cuando vieron la tempestad calmada a una sola orden de Jesús: (Quién será este, que hasta el viento y el mar le obedecen? (Mc 4.41).

Marcos pone bien de relieve la realidad humana de Jesús, pero destaca al mismo tiempo su misteriosa trascendencia. Llevándonos de pregunta en pregunta, de respuesta en respuesta, de revelación en revelación, nos conduce en forma progresiva de la humanidad de Cristo a su divinidad, haciéndonos descubrir en «el carpintero, hijo de María» (6.3), primero al Mesías, Hijo de David, (8.29) y luego al Hijo de Dios (15.39).

En un relato más extenso que el de Marcos, Mateo presenta a Jesús—hijo de Abraham e hijo de David (1.1)—como el Mesías que lleva a su cumplimiento todas las esperanzas de Israel y las sobrepasa a todas. Apoyándose constantemente en las profecías del Antiguo Testamento, muestra cómo Jesús las realiza plenamente, pero de una manera que el pueblo judío de su tiempo ni siquiera alcanzó a sospechar: Todo esto sucedió para que se cumpliera lo que el Señor había dicho por medio del profeta (1.22; cf. 2.17; 4.14; 8.17; 26.56).

Lucas destaca, sobre todo, la misión de Jesús como Salvador universal (cf. 2.29-32). Es el evangelio proclamado por el ángel de Belén: Les traigo una buena noticia, que será motivo de gran alegría para todos: hoy les ha nacido en el pueblo de David un Salvador, que es el Mesías, el Señor (2.10-11). En las parábolas de la misericordia divina, Lucas anota que la alegría de la salvación no resuena solamente en la tierra, sino que regocija también al cielo y a los ángeles (15.7, 10); la vuelta del hijo pródigo a la casa de su padre se festeja jubilosamente (15.22-24), y el gozo del perdón y de la salvación llega también a la casa de Zaqueo, que recibió a Jesús con alegría (19.6).

El evangelio de Juan ha sido llamado «evangelio espiritual», debido a la profundidad con que ha sabido penetrar en el misterio de Cristo. Jesús es la Luz del mundo, el Pan de vida, el Camino, la Verdad y la Vida, la Resurrección y la Vid verdadera. Él es la Palabra eterna del Padre, que existía desde el principio y que se hizo «carne»—es decir, hombre en el pleno sentido de la palabra—y «acampó entre nosotros» (Jn 1.14, NBE). Él es la manifestación suprema del amor de Dios, que no vino a condenar sino a salvar. Pero también exige de sus seguidores una opción fundamental: ¿También ustedes quieren irse? – Señor, ¿a quién podemos ir? Tús palabras son palabras de vida eterna (6.67, 68).

Además de las cartas paulinas, el Nuevo Testamento incluye otras cartas apostólicas, que llevan los nombres de «Santiago», «Pedro», «Juan» y «Judas», el hermano de Santiago. En su mayor parte, estas cartas no están dirigidas a personas o a comunidades particulares, sino a grupos más amplios (cf., por ejemplo, 1 P 1.1). En ellas se reflejan las dificultades que debieron afrontar los primeros cristianos en medio de la hostilidad de los paganos. Debemos agregar aquí también a la Epístola a los Hebreos, considerada más como un sermón de exhortación que invita a los cristianos a permanecer fieles en la fe de Jesucristo, en medio de una situación adversa.

Finalmente, el libro del Apocalipsis -palabra griega que significa Revelación- anuncia el triunfo final del Señor. El día de este triunfo final de Cristo es designado como el de las «Bodas del Cordero»:

Alegrémonos, llenémonos de gozo y démosle

gloria,

porque ha llegado el momento

de las bodas del Cordero.

(Ap 19.7)

Por eso, el Apocalipsis proclama jubilosamente:

Felices los que han sido invitados

a la fiesta de bodas del Cordero.

(Ap 19.9)

Con esta bienaventuranza llega a su término el libro del Apocalipsis, cuyas palabras finales son un canto nupcial: «(Ven!», dice la Esposa del Cordero, y ella escucha una voz que le Esta lengua es ruda y vigorosa. Predominan en ella las consonantes duras y graves, los sonidos guturales, sordos y enfáticos. El hebreo tiene más pasión que armonía, más energía que gracia. Es más adecuado para lo sagrado que para la estética; es más cultual que cultural.

Pero tiene también sus bellezas y no carece de solemnidad y grandeza. Es una lengua muy a propósito para «clamar a voz en cuello» (Is 58, 1), como harán muchos profetas, puesto que ellos oían también «rugir» a Yahwé (Am 1, 2; Jer 25, 30). La rústica lengua hebrea es capaz de cantar cánticos vigorosos e impresionantes, es capaz de expresar brillantemente la alegría y profundamente el dolor. Por lo demás, no le resulta imposible expresar sentimientos delicados. El fino genio israelita supo hacer tañer de múltiples maneras, a veces maravillosamente delicadas, el rudo instrumento de la lengua hebraica.

El hebreo es sencillo y pobre. Su vocabulario es reducido. Tiene pocos nombres o verbos compuestos. Muy pocos adjetivos. Sus medios de sintaxis son mediocres: el hebreo tiene algunas partículas de subordinación; pero siente especial predilección por utilizar el recurso más sencillo, la coordinación. Frecuentísimamente, las oraciones están yuxtapuestas y van unidas por una «y» que se repite y se repite sin cesar, y que reemplaza a nuestras conjunciones de subordinación y coordinación. El traductor deberá preguntarse a menudo si debe contentarse con mantener esa serie de ora ciones independientes o si deberá construirlas según las leyes y con los medios, más complejos ya, de nuestras lenguas modernas. . .

La lengua hebrea, finalmente, es concreta y dinámica. Esto se lo debe, sobre todo, al genio hebraico. Aunque todas las lenguas, en sus comienzos, fueron un lenguaje de los sentidos, el hebreo lo ha seguido siendo de manera muy vigorosa. De ahí la viveza y carácter directo de todo lo que se dice en hebreo. Predominan, los verbos de movimiento. No existe el verbo «haber». El verbo «ser» es activo y significa «existir eficazmente».

Los tiempos de los verbos no son tanto verdaderos tiempos cuanto «aspectos» de la acción, según que ésta sea única o reiterada, según que sea instantánea o se prolongue. La distinción no se hace tanto entre el pasado, el presente y el futuro, cuanto entre lo «acabado» (perfecto) e «Inacabado» (imperfecto).

El hebreo, lengua rica en imágenes animadas, lengua de orden mucho más auditivo que visual, carece—más que ninguna otra lengua—de términos abstractos, y es radicalmente inepta para expresar ideas generales. El hebreo es un magnífico instrumento para traducir la percepción sensible. Tiene cualidades admirables para la expresión poética. Pero es insuficiente o desmañado para analizar y exponer una reflexión, para definir y explicar.

responde: «Sí, vengo pronto» (Ap 22.17,20).

Conclusión

El Dios que se revela en la Biblia ha intervenido en la historia humana para hacer de ella una historia santa. Los acontecimientos del Antiguo Testamento anunciaban, prefiguraban y realizaban parcialmente lo que en el Nuevo Testamento llegaría a su pleno cumplimiento. Si la Pascua de Cristo trae al mundo la plenitud de la salvación, la pascua de Moisés fue la aurora de nuestra salvación. La liberación del pueblo de Israel de la esclavitud de Egipto preanunciaba asimismo la liberación de toda la humanidad de la esclavitud del pecado y de la muerte. Este mismo movimiento de la historia continúa, se prolonga y se expande en la vida de la Iglesia, que escucha, vive y anuncia la Palabra hasta los confines de la tierra (cf. Hch 1.8).

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