El contenido de la Biblia 8

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El contenido de la Biblia

El Nuevo Testamento, los evangelios Marcos y Mateo

Armando J. Levoratti.

La Palabra de Dios es, ante todo, el relato de una historia que se extiende desde la creación del mundo hasta el fin de los tiempos. Desde el Génesis hasta el Apocalipsis, la Biblia proclama los hechos portentosos de Dios. A través de ellas, Dios se revela como Señor, Padre y Salvador, a fin de liberar del pecado y de la muerte a la humanidad pecadora.

Esta historia comprende dos etapas. En la primera, Dios forma para sí un pueblo, eligiéndolo de entre todas las naciones, para hacer de él una nación santa, un pueblo sacerdotal y su posesión exclusiva (cf. Ex 19.3-6). La segunda está centrada y resumida plenamente en Jesucristo muerto y resucitado, cuyo acontecimiento pascual constituye la revelación definitiva de los designios de Dios.

A la luz de este relato bíblico, la historia humana se manifiesta en su verdadero sentido; es decir, no como el producto del azar o de un destino ciego, sino como un proceso que está en las manos de un Dios personal, de quien todo depende y que lo conduce todo según el plan que él mismo se había propuesto llevar a cabo. Y este plan consiste en unir bajo el mando de Cristo todas las cosas, tanto en el cielo como en la tierra (Ef 1.9-10).

En esta historia se sitúa, en primer lugar, el largo proceso de formación del Antiguo Testamento, paralelo a la vida del pueblo de Israel. Después de la muerte y la resurrección de Cristo, y por la acción del Espíritu santo, nace la iglesia cristiana, y en ella se va formando progresivamente el Nuevo Testamento.

Después de haber hablado a nuestros padres por medio de los profetas, Dios envió a su Hijo Jesucristo -su Palabra eterna, que ilumina a todos los seres humanos para que todo aquel que cree en él no muera, sino que tenga vida eterna (Jn 3.16).

Una vez bautizado por Juan (Mc 1.9-11), Jesús volvió a Galilea y comenzó a anunciar la Buena Noticia de Dios (Mc 1.14-15). Reunió a su alrededor un grupo de discípulos, para que lo acompañaran y para mandarlos a anunciar el mensaje (Mc 3.14). Los evangelios, sin embargo, nos muestran que los discípulos estuvieron muy lejos de entender, desde el comienzo, quién era en realidad aquel con quien convivían tan íntimamente (Mc 8.14-21). Pero Jesús les anunció que el Paráclito—el «Espíritu de la verdad»—les haría conocer toda la verdad (Jn 14.26; 15.26; 16.13). Este anuncio se cumplió el día de Pentecostés, cuando la comunidad reunida en oración recibió la luz y la fuerza del Espíritu Santo (Hch 2.1-4).

Estos primeros discípulos, que fueron desde el comienzo «testigos presenciales» de lo que Jesús hizo y enseñó, recibieron de él «el encargo de anunciar el mensaje» (Lc 1.2), y con el poder del Espíritu Santo (Hch 1.8) dieron testimonio de lo que habían visto y experimentado: Porque lo hemos visto y lo hemos tocado con nuestras manos (1 Jn 1.1).

Los que creyeron en la Buena Noticia, a su vez, formaron comunidades cuyos miembros seguían firmes en lo que los apóstoles les enseñaban, y compartían lo que tenían, y oraban y se reunían para partir el pan (Hch 2.42). Y en la vida de estas comunidades fueron surgiendo los escritos del Nuevo Testamento.

Aquí es importante tener en cuenta que el orden de los libros en el canon del Nuevo Testamento no corresponde al orden cronológico en que fueron redactados los libros. Entre los escritos más antiguos están las cartas paulinas. El apóstol, en efecto, anunciaba el evangelio de viva voz (cf. Hch 13.16; 14.1; 17.22). Pero a veces, estando lejos de alguna de las iglesias fundadas por él, se vio en la necesidad de comunicarse con ella, para instruirla más en la fe, para animarla a perseverar en el buen camino, o para corregir alguna desviación (cf., por ejemplo, Gl 1.6-9). Así nacieron sus cartas, escritas para hacer frente a los problemas de índole diversa que surgían, sobre todo, de la rapidez y amplitud con que se difundía la fe cristiana.

Aunque los materiales utilizados por los evangelistas han sido transmitidos por los que desde el comienzo fueron testigos presenciales (Lc 1.1), la redacción de los Evangelios, tal como han llegado hasta nosotros, es posterior a las cartas paulinas.

Cada uno de estos cuatro evangelios quiere responder a la pregunta que se hace todo el que se encuentra con Cristo. Esta pregunta ya se la había hecho Pablo en el camino de Damasco, cuando dijo: (Quién  eres, Señor? (Hch 9.5); y también se la hicieron los apóstoles, dominados por el miedo, cuando vieron la tempestad calmada a una sola orden de Jesús: (Quién será este, que hasta el viento y el mar le obedecen? (Mc 4.41).

Marcos pone bien de relieve la realidad humana de Jesús, pero destaca al mismo tiempo su misteriosa trascendencia. Llevándonos de pregunta en pregunta, de respuesta en respuesta, de revelación en revelación, nos conduce en forma progresiva de la humanidad de Cristo a su divinidad, haciéndonos descubrir en «el carpintero, hijo de María» (6.3), primero al Mesías, Hijo de David, (8.29) y luego al Hijo de Dios (15.39).

En un relato más extenso que el de Marcos, Mateo presenta a Jesús—hijo de Abraham e hijo de David (1.1)—como el Mesías que lleva a su cumplimiento todas las esperanzas de Israel y las sobrepasa a todas. Apoyándose constantemente en las profecías del Antiguo Testamento, muestra cómo Jesús las realiza plenamente, pero de una manera que el pueblo judío de su tiempo ni siquiera alcanzó a sospechar: Todo esto sucedió para que se cumpliera lo que el Señor había dicho por medio del profeta (1.22; cf. 2.17; 4.14; 8.17; 26.56).

Texto extraído del libro “Descubre la Biblia” / Tomo 1 / Artículo: ¿Qué es la Biblia? / Por Armando J. Levoratti